Los paramilitares en México: ¿Por qué miente Calderón?
Por Guadalupe Lizarraga
Kaos en la Red
El paramilitarismo en México no es un asunto nuevo ni desconocido. Tampoco es un tabú o un secreto gubernamental del que tengamos ambiguas referencias. Es un hecho conocido en la vida pública del país que ha operado contra el pueblo, con el fin de exterminar cualquier raíz insurgente, paralizar a las masas o controlar las comunidades indígenas para expropiar sus tierras. Nada hay de improvisado en una situación que deja varias decenas de cadáveres amontonados cada determinado tiempo.
Los ejércitos en Centroamérica, en los años ochenta, optaban por la técnica de las masacres cuando no veían ya otra opción de recuperar el control de las masas. El comandante en jefe era la oligarquía política, en subordinación a las directrices de la inteligencia estadounidense. Y las bandas paramilitares eran entrenadas por los ejércitos centroamericanos para matar a sus propios pueblos, de manera fría y metódica, como política de seguridad contra movimientos insurgentes.
Hoy no es muy diferente, salvo que en México hay que agregar el componente del narcotráfico. Un facto que desvía con éxito las investigaciones sobre homicidios múltiples y masacres, cada vez perpetradas con mayor frecuencia y cinismo en el sexenio de Felipe Calderón. Su desgobierno y falta de poder estratégico para mantener apaciguada a los miembros de quienes formaban la voraz coalición dominante, ha sido el marco de estos crímenes en que la mayoría de las víctimas eran personas inocentes. Esta violencia específica ha resultado funcional para reprimir y aterrar al país y mantener a las masas paralizadas con la presencia de los militares en las calles, especialmente en las zonas en disputa.
El efecto del terror, por ejemplo, en la masacre del Casino Royale, parecería haber sido cuidadosamente estudiado. Los hechos fueron de tal modo que provocaron un desplazamiento violento de las personas al grado de multiplicar el número de víctimas. Muchos muertos y heridos fueron por aplastamiento y asfixia. Y llama la atención que en esos momentos de pánico, ni los soldados se hicieron presentes ni protección civil llegó a tiempo para ayudar a quienes podrían haber sido salvados. De acuerdo a testimonios, se tardaron dos horas en empezar a abrir los boquetes de las paredes, cuando la unidad más cercana de protección civil estaba a 14 minutos de distancia (8,2 kilómetros aprox.) y las unidades de los bomberos que llegaron no traían escaleras para bajar a la gente de los niveles superiores del edificio en llamas.
Otro de los casos más recientes es el de la masacre de Veracruz, donde encontraron menores de edad sin antecedentes delictivos entre las víctimas. Fueron golpeados y asfixiados, y tirados los cuerpos sobre una calle principal del puerto. La Procuraduría General de la República (PGR) da la versión del “ajuste de cuentas” del narcomenudeo. Otro grupo de supuestos paramilitares, llamados los Matazetas, se atribuye la ejecución masiva de esas 35 personas acusadas de ser presuntos narcotraficantes, entre los que se encontraban 23 hombres y 12 mujeres, entre éstos dos niños. La madre de uno de los menores, gritaba inconsolable que a su hijo se lo habían llevado policías del Estado de Veracruz y que el adolescente estaba por entrar a la escuela. Pese a las versiones encontradas, Calderón optó por la misma estrategia que ha venido siguiendo, “reforzar la seguridad con el ejército en la calles”.
Lo mismo ha sucedido en el puerto de Acapulco, donde las decapitaciones y el carneo humano tirado en las calles forma parte de las tácticas de guerra entre cárteles. Acapulco es otro territorio en disputa entre tres supuestos grupos de narcotraficantes, entre éstos, La familia que se enfrenta contra el Cártel de Sinaloa; o en Ciudad Juárez, donde el cártel La línea (el cártel de ex policías del Estado de Chihuahua y federales) apoyaba al Chapo Guzmán y ahora pelean su autonomía reclutando ex militares (a quienes se refieren como Zetas) para fortalecer su cártel. En Michoacán, es otro territorio donde las extorsiones a los pequeños y medianos empresarios por grupos armados ha generalizado el pánico entre la población, en un momento electoral clave en que Luis María Calderón, hermana del presidente, aprovecha del miedo ciudadano para que no sólo se acepte su presencia en el gobierno, sino que además se acepte el de las fuerzas militares.
El presidente Calderón, por otra parte, no sólo enfrenta los grupos de narcotraficantes rivales al cártel del favorecido Joaquín Chapo Guzmán, del cártel de Sinaloa, sino también enfrenta los grupos paramilitares de seguridad de los gobernadores, grupos de choque que rivalizan contra el Chapo. El poder de cada gobernador se ha potenciado al grado de desafiar con éxito las órdenes tradicionales del presidente de la República en turno. Hoy, cada mandatario estatal puede pactar con cierta libertad y garantía con los cárteles y grupos de sicarios reclutados como fuerzas de seguridad. El entrenamiento de estos grupos, proviene de jerarcas militares escindidos del ejército, judiciales retirados y en campos de entrenamiento paramilitar privados en Estados Unidos, como el que dentro de poco tiempo operará en Nomirage-Ocotillo, California, a cinco millas de la frontera bajacaliforniana.
Los narcoparamilitares
La política de seguridad nacional, desde Carlos Salinas de Gortari, había consistido en controlar los cárteles de drogas de las diferentes regiones del país, sembrar el territorio con retenes militares, y entrenar paramilitares que actuaran en operativos estratégicos en el combate contra el narcotráfico. Los zetas fueron, en 1992, un grupo paramilitar entrenado por militares israelíes con estos propósitos para el combate por la frontera de Tamaulipas. Ésta es la información ya conocida y difundida por los medios de comunicación. Pero se olvida generalmente que en esta región, en tiempos del capo mayor del cártel del Golfo, Juan García Ábrego, los lazos directos llegaban a Raúl Salinas de Gortari.
El cruce de la heroína de Tamaulipas hacia Estados Unidos era el principal objetivo, aunque el cártel del Golfo operaba también con cocaína, marihuana, goma de opio y pastillas psicotrópicas, según investigaciones periodísticas publicadas en ese tiempo por medios como El Financiero, La Crisis o editoriales independientes. Si seguimos la información, podemos confirmar que Raúl Salinas tampoco desatendió a los capos de Chihuahua, Coahuila ni Nuevo León. El secretario general de la Interpol, Raymond Kendall, en una de sus declaraciones a la prensa internacional dijo que Estados Unidos alcanzaba cifras de 35, 200 millones de dólares ese año por el tráfico ilegal de drogas que entraban por México. Lo declaró en la sede francesa, Lyon: “Entran por México dos tercios de cocaína, el 20% de la heroína y hasta el 40% de la marihuana que se consume en Estados Unidos”.
En 1991, EEUU prohíbe el tráfico ilegal de estupefacientes fuera de su territorio, y Carlos Salinas de Gortari acuerda el combate al narcotráfico con George Bush padre, quien estaba en medio de la guerra contra Irak. En 1992, se crea el grupo paramilitar de los zetas. Pese al fortalecimiento del combate al narcotráfico y las ayudas económicas de EEUU a México, contrariamente el mercado creció de manera exponencial, sobre todo por el noreste mexicano, con el hermano Raúl, convirtiéndose en la frontera más codiciada por los otros cárteles con operaciones multinacionales. Y la llamada Familia feliz, integrada en ese entonces por José Córdoba Montoya, Manlio Fabio Beltrones, Emilio Gamboa Patrón y Justo Ceja, los hombres clave de Carlos Salinas de Gortari, nunca fueron llamados a cuentas por lavado de dinero, asesinatos ni masacres, aún cuando había indicios suficientes como para ser sujetos de investigación. Los paramilitares se habían convertido en narcoparamilitares y los políticos en narcopolíticos.
Para el periodista e investigador exiliado, Miguel Eduardo Valle, “la institución gubernamental más importante para las empresas criminales multinacionales no es la Procuraduría General de la República, sino la Secretaría de Comunicaciones y Transportes…Sin la complicidad de la SCT, las empresas criminales del narcotráfico enfrentarían graves problemas de operación. Y la persecución se facilitaría en extremo.” Emilio Gamboa Patrón fungía como secretario de esa institución en tiempos de Salinas.
Los grupos de sicarios de la región llamados “narcosatánicos”, por la forma tan violenta con que protegían las bodegas, el tránsito terrestre y a sus capos fueron señalados como si tuvieran un entrenamiento especial para matar de esa manera. Sin embargo, no se difundía mayor información al respecto. Hoy, podría especularse que varias de las masacres y asesinatos que habrían cometido en esos años, quedaron en las fosas comunes con cientos de esqueletos recientemente encontrados.
Los paramilitares del PRI
Con ex presidente Ernesto Zedillo, en 1997, el ejército mexicano tuvo sus fisuras. Los entrenados del grupo de los zetas se incorporaron de lleno a las actividades del narcotráfico. Las organizaciones criminales de las otras regiones norteñas empezaron a rivalizar en fuerza y a disputarse sanguinariamente las plazas, entre éstas, la codiciada Tamaulipas. Pero no sólo el norte se fragmentaba. El sur, después del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y del Ejército Popular Revolucionario (EPR), no dejaba de ser un constante dolor de cabeza para Zedillo. Fue en ese contexto cuando ocurrió la masacre del 22 de diciembre de 1997. Grupos paramilitares, armados, financiados y entrenados por miembros de las fuerzas armadas mexicanas y del Partido Revolucionario Institucional, como parte de un plan de contrainsurgencia, asesinaron a 45 hombres, mujeres y niños de la villa de Acteal, en el estado de Chiapas. México estaba completamente en shock por el hecho tan abominable. El blanco no fueron las organizaciones revolucionarias. Fueron los indígenas inermes, mujeres y niños, con el deliberado propósito de paralizar toda lucha en el futuro por el terror. Las espeluznantes escenas de caos y carnicería volvieron a hacer necesaria la presencia del ejército mexicano, ahora en las calles chiapanecas.
Recientemente, días después de que Felipe Calderón negara la presencia de paramilitares en el país, Estados Unidos desclasificó varios documentos con este hecho:
“El secretario de la Defensa Nacional puso en activo cinco mil soldados en Chiapas, después de la masacre de indígenas tzotziles. Estas fuerzas federales han sido puestas en alerta por el posible levantamiento de la población.
El secretario de la Defensa Nacional ha puesto a las militares en máxima alerta, después de la masacre de 45 indígenas tzotziles por grupos paramilitares apoyados por el Partido Revolucionario Institucional. Los asesinatos ocurrieron en el pueblo de Acteal, aproximadamente, a unos 23 kilómetros al norte de san Cristóbal de las Casas.
De acuerdo a las fuentes de información, las unidades militares federales no respondieron cuando los residentes locales pidieron su intervención porque estaban asesinando a los indígenas tzotziles. Se reportó que el tiroteo duró unas cinco horas, después de que autoridades locales y federales reaccionaran al incidente. En meses recientes, el grupo revolucionario indígena anti-zapatista ha destruido propiedades, asaltado y asesinado a varios indígenas totztiles y a simpatizantes del movimiento zapatista. Por dos meses, el gobierno de México en conjunto con las autoridades de Chiapas han intentado negociar un acuerdo de paz con las fuerzas paramilitares sin éxito”.
Después de las masacres del norte o del sur, por paramilitares narcotraficantes o anti-revolucionarios, los militares han estado puntualmente en las calles de México. La industria del combate ha sido tan fructuosa en utilidades y recuperación de poder, como lo ha sido el propio mercado ilegal, desde Salinas de Gortari hasta Calderón. Con cada masacre de paramilitares, no sólo se intensifica la represión, sino también se justifica. Un estado de terror que sólo puede culminar en una dictadura formal para destruir cuanta fuerza organizada surja del pueblo.
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